Por Thomas de Iriarte
Por algún extraño designio de la vida —que a veces parece escrito por un demonio cojo y borracho— existen especímenes como los hermanos Morales De León: Álvaro y Gustavo, dos nombres que se pronuncian con la misma repulsión con la que se nombra la sarna, el óxido o la lepra. No es gratuito el apelativo de ratas de alcantarilla , porque su comportamiento no admite otro zoológico que el de los callejones pútridos donde el estiércol hierve y la dignidad se disuelve entre orines.
Estos señores, si así podrían llamarse sin ofender la decencia del lenguaje, han dejado su hedor moral impregnado en el barrio de Crespo, donde no son conocidos por virtud alguna, sino por su felonía doméstica: el intento vil de arrebatarle el techo a su propia madre. Sí, a la misma mujer que los parió con dolor y los alimentó con amor —que ahora deben sentir como una sopa agria y maldita en el fondo de sus entrañas podridas. ¿Qué ser puede arrastrarse tan bajo? Solo aquellos que han hecho de su alma una madriguera de intereses, una cloaca donde anidan los gusanos de la ambición. De León no tienen nada, salvo el apellido.
Porque su linaje espiritual es de sabandijas. Y es que tras no poder consumir su infame operación inmobiliaria —ese después de que sólo en la mente de un abogado podría parecer legal—, decidió que su lugar en el mundo era el de los opinadores de pocilga , disfrazados de analistas. Emisores de juicios en portaluchos digitales que no leen ni los bots, cargados de mala ortografía, peores ideas y un veneno que solo envenena al que lo vierte.
Los Morales se han convertido en esa clase de figuras espectrales que habitan la periferia del debate público, como cucarachas que sobreviven a las fumigaciones de la razón.
Y no contentos con la traición materna y la calumnia cotidiana, ahora se presentan como adalides de la ética, se permiten juzgar, señalar, ladrar desde la sombra. Como si sus lenguas no estuvieran cubiertas de lodo, como si sus conciencias —si es que las tienen— no eran más negras que un pozo sin fondo. Álvaro y Gustavo, a ustedes no se les puede llamar periodistas, ni analistas, ni ciudadanos. Son los Ober del teclado, extorsionistas emocionales, traficantes de la mentira barata, profanadores de la verdad. Pretenden hacerse un nombre entre las cenizas que han dejado a su paso. Pero no se engañen: no son más que sombras que se arrastran.
Y como toda sombra, necesitan de una luz que los desenmascare. Esa luz está aquí. Porque quien es capaz de clavar el punal en el corazón que lo acunó, no vacila en degollar la verdad si eso le da cinco likes y una cerveza gratis. Y si existe algún infierno para la traición familiar, estoy seguro que en su entrada hay dos sillas con sus nombres bordados en fuego: Álvaro y Gustavo Morales De León . Dos ratas. Dos cobardes. Dos vergüenzas.