Por Calixto Mendoza Villa
Por estos días, cuando la opinión pública se confunde entre el ruido y la noticia, conviene separar el ejercicio serio del periodismo del panfleto digital que se disfraza de crónica. No es un secreto para nadie —ni para el derecho penal colombiano— que la extorsión velada existe, se investiga y se sanciona cuando, bajo el ropaje de la palabra escrita, se pretende presionar, amedrentar o forzar conductas mediante señalamientos sugestivos y calculados. El artículo 244 del Código Penal tipifica la extorsión cuando se constriñe a otro con ánimo de obtener provecho; y la jurisprudencia ha advertido que la coacción no siempre grita: a veces susurra desde titulares.
En ese escenario, pareciera que Vicente Arcieri ha transitado —con prisa y sin frenos— del periodismo de rigor al pasquín de esquina, ahora digital, ahora de “pretil virtual”. Su prosa, mariamulata de pluma negra y tendenciosa, abandona el método, desprecia la verificación y se complace en la condena anticipada, ese vicio que el derecho repudia porque confunde sospecha con certeza y opinión con hecho.
No se trata de censura ni de mordaza. La libertad de expresión es pilar constitucional (art. 20 CP), pero no es patente de corso para lesionar la honra y el buen nombre. La Corte Constitucional ha sido clara: la libertad de informar exige veracidad e imparcialidad, y la de opinar responsabilidad (v.gr., sentencias C-442 de 2011, T-391 de 2007). Cuando se cruza la línea, el ordenamiento reacciona. Allí están los artículos 220 y 221 del Código Penal, que sancionan injuria y calumnia, precisamente para frenar el abuso del micrófono y la pluma.
Lo de Arcieri no es novedoso. La fauna es conocida: periodistas que, con el afán de presionar a los mandatarios de turno, devienen carroñeros del escrito, torpes con la pluma porque el apuro por impactar los lleva a errar, exagerar o sugerir. Y señalar —cuando se sabe que el lector completa la frase— puede ser tan dañino como afirmar.
El episodio reciente resulta paradigmático: insertar el nombre del alcalde en un supuesto hurto ocurrido cerca de su residencia, en el mismo barrio, sin nexo fáctico comprobado, sin contexto, sin contraste de fuentes. ¿Con qué finalidad periodística se incrusta el nombre del primer mandatario en un relato plagado de inexactitudes? ¿Qué interés público se satisface cuando se asocia reputación con sospecha por simple vecindad geográfica? La respuesta, desde la ética y el derecho, es incómoda: ninguna.
El principio de imputación concreta —reiterado por la Sala Penal de la Corte Suprema— exige que toda atribución de conducta punible sea clara, específica y verificable. Lo contrario es estigmatización. Y la estigmatización, cuando se usa como palanca, roza el tipo penal o, cuando menos, compromete la responsabilidad civil por daño a la honra.
El periodismo seria pregunta, contrasta y explica; no insinúa para que otros condenen. No mezcle nombres para que el algoritmo haga el resto. No siembra sombras donde no hay pruebas. Porque cuando la pluma se convierte en garrote, deja de informar y empieza a coaccionar.
En suma, quien escribe con liviandad no ejerce crítica: practica linchamiento simbólico. Y el derecho, paciente pero firme, recuerda que la palabra tiene peso jurídico. Opinar no autoriza a difamar; informar no habilitar a presionar. Entre el periodista y el pasquinero hay una frontera nítida: el rigor. Quien la cruza, que no se asombre si la ley —y la ética— le piden cuentas.