Por Rodrigo de Triana
Produce desdén, repulsión intelectual y un malestar cíclico observar cómo, en pleno siglo XXI, ciertos personajes pretenden capturar la opinión pública a punta de chequera, micrófono comprado y manipulación mediática. Entre esos especímenes aparece el señor Pablo Bustos, cuya conducta pública —más que un ejercicio de veeduría— parece la coreografía burda de un mercader de opiniones, movida no por principios, sino por conveniencias personales.
En un Estado Social de Derecho, la crítica frontal no es solo legítima, sino obligatoria. Lo recuerda la Corte Constitucional en sentencia T-391 de 2007, cuando establece que el control ciudadano frente a actores públicos que influyen en la sociedad se encuentra protegido por la libertad de expresión, siempre que se funda en hechos verificables y en juicios de valor. Pues bien, el juicio de valor es claro: la conducta política y social atribuida a Bustos genera sospecha, ruido ético y alarma jurídica.
No es gratuito señalar que su trayecto político, marcado por aspiraciones al Senado bajo el amparo de partidos cuestionados históricamente por sus alianzas sombrías, levanta una pregunta necesaria: ¿Qué discurso de transparencia puede exhibir alguien que se acercó a colectividades donde la sombra del paramilitarismo, el soborno y el dinero sucio han sido parte del debate público nacional?
Aquí no se afirma un delito —eso sería tarea de los jueces— pero sí se exponen un hecho documentado: el señor Pablo Bustos ha aspirado al Congreso por listas envueltas en controversias políticas y morales, y esas conexiones, en cualquier nación seria, constituyen un indicador de riesgo ético.
En derecho penal internacional esto se denomina contexto de conducta, un elemento doctrinal que permite inferir patrones, intereses y finalidades en el comportamiento público de un individuo. Y ese contexto muestra a Bustos como un actor obsesionado con el ruido mediático, con la teatralización jurídica, con el arte de la denuncia pública convertida en negocio privado.
El país lo conoce: aparece ante cámaras, cobra notoriedad, presiona, insinúa, acusa, y cuando la luz roja del estudio se apaga, nadie ve resultados, nadie observa procesos, nadie encuentra rigor. La Ley 190 de 1995 —Estatuto Anticorrupción— señala que quien se presenta ante la sociedad como vigilante de lo público tiene la obligación moral y jurídica de actuar con transparencia y sin intereses económicos indebidos. Cuando un supuesto veedor utiliza micrófonos para beneficio personal, el sistema social lo tolera, pero el derecho lo rechaza.
Justamente sería recordarle también el artículo 83 de la Constitución, según el cual la actuación pública debe estar guiada por la buena fe.
Sin embargo, su trayectoria despierta la sensación contraria: un hombre que opera como veedor a sueldo, un servidor de pacotilla cuyas posiciones parecen alquiladas, recicladas, dirigidas al bolsillo propio y jamás al interés general. Por ello, desde el prisma penal, ético y social, resulta inevitable afirmar lo siguiente:Pablo Bustos encarna el perfil del agitador interesado, no del veedor legítimo; del operador mediático, no del garante ciudadano; del mercader de reputaciones, no del defensor de la verdad. Si tanto presume de transparencia, que rinda cuentas. Si tanto predica la virtud, que muestre su hoja libre de intereses.
Y si tanto insiste en hablar de moral pública, que recuerde que la crítica también es un espejo: uno que hoy le devuelve su propia imagen deformada. Porque Colombia no necesita veedores de saliva: necesita ética. Necesita verdad. Necesita gente que no venda su voz al mejor postor. democracia.
Eso, señor Bustos, es derecho. Y también es justicia.