Por Laureano Buendía González
Hay nombres que cargan historias nobles, canciones románticas y nostalgias de otras tierras. José Rodríguez, por ejemplo, evoca a aquel cantante venezolano que entonaba boleros con la suavidad de quien conoce los secretos del alma. Pero no, no nos equivoquemos: el Rodríguez del que aquí hablamos no canta, desafina. Es un personaje que aprendió a camuflarse mejor que un camaleón en feria de disfraces, un espécimen político que va por la vida oliendo confianza ajena como quien tantea una billetera descuidada.
José Rodríguez —este José Rodríguez— es un virtuoso del doble fondo: primero se mete, sondea, arrulla, se vuelve imprescindible; Después, cuando ya todos le entregaron hasta el color favorito de su infancia, saca el verdadero instrumento de su oficio: la extorsión. Y no una extorsión cualquiera, sino una modalidad tan quirúrgica que haría sonrojar a los manuales de criminología. La psiquiatría norteamericana podría dedicarle un capítulo, quizás una edición especial: “Niveles avanzados de maldad aplicada al campo político tropical”.
En sus días de gracia, Rodríguez interpreta el papel del “carga-maletín” obediente, del maestro de ceremonias improvisado, del amigo que siempre está “para lo que necesitas”. Pero esa máscara es de temporada. Después, cuando menos lo esperan, aparece el animal verdadero: uno que despluma dignidades, secuestra la moral y exprime a sus víctimas hasta dejarlas convertidas en cascarones emocionales.
Hoy anda por ahí, pegado como garrapata a un pobre cristiano oriundo del Pacífico, un candidato que cree haber encontrado un aliado, un estratega, una guía espiritual si se descuida. Ay, ingenuo, no sabe el demonio administrativo que metió en su campaña. Rodríguez es de seres esos que sonríen mientras afilan las uñas; no lo ve venir nadie, hasta que ya es demasiado tarde, hasta que ya está contando los billetes que no son suyos.
En Cartagena, su nombre circula como una advertencia. No es leyenda urbana, no es rumor de esquina: es expediente abierto en el imaginario colectivo. El “extorsionista de autos” —como ya algunos lo llaman— logró arrancarle 20 millones de pesos a una liga deportiva que, en un arrebato de credulidad, creyó en sus supuestas virtudes de filántropo, promotor y salvador del deporte local. ¡Veinte millones! Y todo por confundir a un delincuente de marca mayor con un gestor comunitario.
José Rodríguez es eso: un experto del engaño fino, un depredador de la buena fe, una sombra que aparece en cada campaña, siempre dispuesta a “ayudar”, a “servir”, a “poner orden”, pero cuyo verdadero negocio siempre ha sido el mismo: exprimir, chantajear, estrangular económicamente a quien cometa la torpeza de confiar en él.