14 Oct
14Oct

Por Rodrigo de Triana

José Rodríguez, aquel efímero escudero de campaña, cuya lealtad era tan servil que sólo le faltó limpiar con la lengua los zapatos del entonces candidato Dumek, parece haber olvidado el papel que jugó en aquella contienda. No había barrio donde no aparecieras con el termo al hombro, llevando el tinto, cargando el maletín o improvisando maestro de ceremonias en reuniones donde apenas te daban asiento. Eras, por decirlo con precisión quirúrgica, el “sapo de todo”.

Ahora, que el polvo de la campaña se disipó y la silla de poder tiene ocupante, vienes con ínfulas de inquisidor digital, con verbo inflamado pero sin sustancia, disparando en redes como si cada palabra fuese bala de plomo. Qué contradicción tan vulgar: del adulador de esquina al verdugo de teclado.


¿Quieres que suban los vídeos? Porque la memoria de los archivos no olvida, y los testigos abundan. Fuiste tú quien se arrimaba a toda sombra que proyectara poder, quien se ufanaba de pertenecer al círculo de confianza de aquel senador —el célebre “Yoyo” Benedetti— al que, según cuentan las buenas lenguas, terminas desplumando con un golpe de astucia disfrazado de fidelidad.

No vengas, entonces, a dar cátedra de moral pública ni de gestión ciudadana. Antes de erigirte en opinador, estudia, ilustrate, porque hasta para insultar se requiere inteligencia. Cartagena —a diferencia de ti— sí ha demostrado resultados: hoy figura entre las tres ciudades con mayor reducción en los indicadores de inseguridad. Eso no es un milagro, es gestión, datos, evidencia. No es un meme ni una pataleta en X.

Y por si lo olvidas, el Código Penal en su artículo 220 habla claro sobre la injuria y la calumnia, delitos que no se disuelven con una “era mi opinión”. La libertad de expresión no es licencia para difamar ni espejo donde se proyectan las frustraciones del que no consiguió un cargo.

Tu caso, José, es el retrato del bufón que, cuando cesa el aplauso, intenta incendiar la corte para que alguien, al menos, lo mire. Pero el fuego que prendes no alumbra, solo huele a despecho. Y el despecho, cuando no tiene dignidad, se vuelve delito moral.
Así que baja el tono, ajusta la compostura, y recuerda que la lengua también tiene responsabilidad jurídica. Porque quien hoy grita sin razón, mañana podría estar susurrando en los pasillos de la Fiscalía buscando abogado de oficio.


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