24 Mar
24Mar

Por Lorenzo Gavilán


Pocas figuras encarnan con tanto descaro la decadencia política como Fernando Niño, ese esbirro de la politiquería cartagenera que, desesperado y sin rumbo, intenta aferrarse a un protagonismo que nunca le perteneció. Se pasea como un fantasma en los debates públicos, buscando un poco de oxígeno en la agonía de su carrera, tratando de exprimir hasta la última gota de relevancia antes del olvido. Pero el clan Blel ya le ha dado la estocada final: no va más. Y no es de extrañar. Niño no es más que un producto defectuoso, una figura de decoración que nunca tuvo sustancia ni brillo propio.

Su deslealtad es el sello de su ruina. Mordiendo la mano de aquellos que lo sacaron del anonimato, terminó cavándose una fosa política de la que ya nadie lo rescatará. Su fugaz paso por la Cámara de Representantes fue un desfile de mediocridad y servilismo, un camino que lo llevó a convertirse en un personaje gris, sin carácter y sin ideas. Niño es el retrato del político sin convicciones, que en su intento de agradar a todos, termina desagradando a la ciudadanía entera.

Pero su fracaso no es casualidad, sino destino. La ciudad que lo vio trepar sin mérito también lo verá caer sin honor. La Cartagena que desprecia la traición no olvidará su pusilanimidad, su timidez disfrazada de estrategia, su falta de imaginación para construir algo más allá de su propio beneficio. Lo que le espera como exrepresentante no es más que el eco de su propia irrelevancia y la certeza de que su nombre no será registrado sino como un símbolo de lo que nunca debió haber llegado al poder.
Fernando Niño, tu tiempo se acabó. La ciudad y el departamento de Bolívar, ya festeja tu caída.


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