Por Tomas de Iriarte
En la grande escena de la comunicación, donde antaño reinaban la cordura y el recato, ha surgido un personaje de torpe verbo y pluma extraviada, que más que noticiero parece buhonero de chismes y recetario de infames cocinas. Rafael Ruiz, no hallando asunto digno de la pluma, ni tema que sazonar con el condimento de la veracidad, se dedica a manufacturar calumnias como el tahúr que falsea los dados, buscando estafar al incauto espectador con retóricas de burdo artificio.
Mas ved aquí la paradoja: en su afán desmedido por la pitanza, proclama con desvergüenza su afición al chorizo, osando convertir tal vianda en cartagenera, como si el noble embutido hispánico no fuese un presente de allende los mares, hijo legítimo del pimentón que las Indias dieron al mundo. ¡Oh, grave error de geografía y de historia, que ni el más atolondrado estudiante cometería sin sonrojo!
Mas no contento con tan desatinada traslación de sabores, se adentra en terrenos de mayor procacidad, atribuyendo a la arepita dulce el epíteto de “arepa señorita”, por la mera falta de huevo en su interior. ¡Oh, funesta osadía! Que más que señalar atributos culinarios, desnuda el espíritu lascivo de quien, en sus equívocos apetitos, encuentra deleite en la ofensa gratuita y en la insidiosa injuria al bello sexo.
No es sino vergüenza de la más alta estofa que tales programas sean dirigidos por sujetos de juicio torcido y costumbres torvas, como Rafael Ruiz, cuyas andanzas han llenado páginas en los archivos de la fiscalía y cuya reputación, lejos de hallar abrigo en el pecho ciudadano, se desploma cual castillo de naipes al soplo de la verdad. En tiempos en que la vulgaridad y la insolencia fueron moneda corriente, estos personajes engordaron sus arcas con las propinas de la infamia; pero ahora, cuando la ciudadanía cartagenera se regocija en festivales de buen gusto y en la grandeza de su cocina, el pueblo sensato no tiene sino un remedio para tales desvaríos: el ostracismo y la justa condena.
Y es que, a la sazón, es menester recordar que la virtud no frecuenta las mesas donde el desvarío es condimento principal. No se extrañe, pues, el lector de que estos perdularios de la palabra, de infame catadura y aliento porcino, pretendan deslucir la magnificencia de nuestros festejos y el impacto económico que estos generan en la patria chica. Mas el pueblo, harto ya de tales atropellos, sabrá responder con el más absoluto desdén. Y al que vilipendia los frutos de nuestra tierra con tales embelecos, bien le valdría cambiar la pluma por la cuchara, que al menos en la sazón no hay mentira que perdure.