Por Lorenzo Gavilán
En este país donde la desvergüenza política se ha vuelto moneda corriente, hay personajes que se empeñan en llevarla a nuevas profundidades. Daniel Aguirre, edil de turno, ha demostrado que su propósito no es servir a la comunidad, sino servirse de su carga para Hurgar, husmear y manipular desde las sombras los procesos contractuales en los que —¡oh, sorpresa!— siempre tiene algún tipo de interés personal.
Aguirre no es un fiscal ni un investigador, pero se comporta como un cazador de contratos profesionales. Lejos de velar por el bienestar colectivo, se dedica sistemáticamente a dinamitar procesos, lanzar calumnias y generar un clima de persecución contra los funcionarios públicos que —pobres ingenuos— pensaban que habían llegado a trabajar, no a sobrevivir a sus amenazas veladas.
Y lo más grave: actúa como los extorsionistas de oficina que operaban en los años ochenta al servicio del narcotráfico, amedrentando, presionando, dejando entender que si no se hace lo que él dice, vendrán represalias. Utiliza el poder que le confiere el voto popular no para proteger a su comunidad, sino para imponer sus intereses personales con las mismas mañas que aquellos criminales de antaño: intimidación, manipulación y chantaje institucionalizado.
Pero detrás de su show de fiscal de pacotilla, hay una realidad aún más oscura. El desespero con el que se lanza a morder contratos obedece a una razón sencilla y vergonzosa: le debe hasta el alma a su socio político, un exalcalde corrupto, a quien le tiene que girar más del 50% de su salario como edil. Sí, más de la mitad de su sueldo se va en pagarle al padrino que lo llevó al poder, y que hoy lo exprime sin compasión. Aguirre ha llegado al punto de empeñar hasta su casa para satisfacer las exigencias de quien no solo fue un desastre administrativo, sino un preso por corrupción. Es decir, estamos ante un edil endeudado moral y financieramente con un mafioso político, al que sigue obedeciendo como un perro faldero.
¿Dónde está la ética del cargo? ¿Dónde quedó la responsabilidad de representar a una comunidad con propuestas, gestión y liderazgo? En su lugar, tenemos un edil que parece convencido de que su credencial es una patente de corso para intimidar, exigir documentos sin fin y manipular la figura del derecho de petición hasta convertirla en un arma de desgaste. La administración pública, en lugar de resolver los problemas urgentes de la ciudad, se ve obligada a responder caprichos, requerimientos diarios y exigencias sin fundamento, muchas veces sin otro fin que alimentar su obsesión enfermiza por los contratos.