Por Lorenzo Gavilán
En los años en que Cartagena creyó estar escribiendo una página de modernidad institucional, la figura del periodista Vicente Arcieri, un barranquillero de verbo rápido y tono pretencioso, apareció como una promesa de renovación comunicativa dentro del Palacio de la Aduana. Formado en su natal Barranquilla, donde dio sus primeros pasos en el periodismo, Arcieri encontró en Cartagena una tierra generosa que lo acogió y le abrió espacios en varios medios locales, brindándole reconocimiento y oportunidades que muchos comunicadores foráneos no consiguen con facilidad. Sin embargo, su paso por la Jefatura de Prensa de la Alcaldía, durante la administración de Judith Pinedo Flórez, “la María Mulata”, dejó más silencios que titulares, más distancias que puentes entre el poder y los medios locales.
Arcieri, pese a su procedencia de la arenosa, se mostró ciego ante los problemas de su propia ciudad: la desigualdad, la corrupción institucional, los escándalos de contratación y la pobreza que conviven con la opulencia del norte de Barranquilla. Desde allí, nada dijo, nada cuestionó. Pero cuando se trata de Cartagena, el periodista reaparece en modo predicador, dispuesto a pontificar sobre ética, gestión pública y transparencia, como si la distancia le otorgara una autoridad moral que nunca ejerció en su tierra.
En una ciudad donde la prensa ha sido históricamente la conciencia crítica y la memoria pública —desde los tiempos de Guillermo Baena Sosa, pionero de la crónica libre y valiente—, la desconexión entre el despacho de la alcaldesa y los periodistas locales resultó alarmante. Fuentes de la época recuerdan que Arcieri, pareciera formado en esos círculos del periodismo frío y de cafecito, ese que se practica entre murmullos de oficina y frases al compás de un tinto tibio, replicó un modelo centralista: priorizó los medios nacionales, las cámaras capitalinas y los titulares de impacto en la prensa grande. Mientras tanto, los reporteros de los medios comunitarios, las emisoras locales y los portales regionales quedaron fuera del radar institucional, una omisión que contradecía el artículo 20 de la Constitución Política, que garantiza el derecho a la información y el libre acceso a las fuentes públicas, así como la Ley 1712 de 2014, conocida como la Ley de Transparencia, que obliga a las entidades a divulgar de manera equitativa la información de interés público.
Arcieri, al parecer, entendió la comunicación oficial como un ejercicio de control y no de diálogo. Su paso fue discreto, casi invisible, salvo por la estrategia de proyección nacional que acompañó a la alcaldesa en su viaje mediático a Bogotá. Desde allí se pretendió instalar la idea de una Cartagena “modelo de gestión”, sin que las realidades del mercado de Bazurto, los barrios insulares o los sectores populares fueran parte del relato. Esa narrativa, fabricada en estudios bogotanos y adornada con cifras y discursos tecnocráticos, marginó las voces del territorio. El periodismo local, acostumbrado a fiscalizar con conocimiento de causa, se convirtió en espectador de una gestión que hablaba de ciudad sin escuchar a la ciudad.
Terminada aquella administración, Vicente Arcieri se reinventó como comentarista de redes y crítico de la institucionalidad. Pero su nueva postura, cargada de ironías, adjetivos y cierto aire de resentimiento, suele nacer más del estómago que de la ética periodística. Desde la comodidad de su Barranquilla, ahora se comporta como un supuesto investigador judicial, dictando cátedra en tono de juez moral, como si el oficio de informar le concediera la autoridad de sentenciar. Sus escritos, muchas veces, oscilan entre la columna de opinión visceral y la invectiva personal, más cercanas al desahogo que al análisis.
Y aquí emerge la gran paradoja: quien un día ocupó una oficina de puertas cerradas a los periodistas locales, hoy se autoproclama defensor del oficio y denunciante de los machos del poder. Una metamorfosis que el gremio observa con cautela, sabiendo que el verdadero periodismo se construye con memoria, no con revancha.
La comunicación institucional no es un favor; es una obligación administrativa sustentada en el Decreto 1151 de 2008 y la Ley 489 de 1998, que exigen a las entidades del Estado garantizar la participación ciudadana, la transparencia y la rendición de cuentas. El jefe de prensa, como funcionario público, tiene un deber de imparcialidad y equilibrio informativo. No es un escudo del poder, sino un mediador entre la administración y la ciudadanía. Cuando ese principio se olvida, el daño no solo es reputacional: se vulnera el derecho colectivo a la información y se traiciona la esencia del periodismo que en Cartagena —cuna de narradores como García Márquez y cronistas como Germán Espinosa— ha sido una vocación de verdad.
La historia de Vicente Arcieri y la “María Mulata” deja una lección sobre la soberbia institucional y la pérdida del sentido local. Cartagena no necesita jefes de prensa que miren hacia Bogotá ni críticos ocasionales que lanzan piedras desde la comodidad ajena; Necesita comunicadores que entiendan la ciudad, que dialogen con sus barrios, que conozcan su cultura y defiendan su identidad. Porque el periodismo no se mide por la cantidad de notas publicadas, sino por la capacidad de construir confianza. Y en ese terreno, Arcieri dejó una deuda que la memoria de los reporteros locales aún no ha saltado.