Por Tomás de Iriarte
Subidos en el vetusto y achacoso árbol que aún les presta cobijo, los mariamulatos, esos pájaros de desdicha y mohína, no cesan en su afán de graznar a los Cuatro Vientos con la vana esperanza de que alguien, entre el tumulto de almas laboriosas, les preste oído. Mas no es más que un despropósito su intento, pues su perorata no es sino un refrito de antiguas quejas y lamentaciones que ya ni eco encontraron en la plaza pública.
¡Oh, qué tropel de necios y fatuos! Van por ahí, con su pedantería de sofistas trasnochados, creyéndose el azote de la mediocridad, cuando en verdad no son sino los tristes bufones de una corte que ya no los recuerda. Buscan, con su manía de vigilantes frustrados, señalar lo que consideran erróneo y denunciarlo con aires de redentores, sin notar que su propia casa está en ruinas y su gloria más desvaída que una librea vieja y apolillada.
¡Cuán hilarante resulta verlos aferrarse al ayer como un viejo hidalgo arruinado a su título gastado! La Mariamulata y su Cartel del Suero no cesan en su vana cantinela de que en la ciudad no hubo, ni habrá, mejor alcaldesa que la deslucida Judith Pinedo, a la que aún alzan en sus odas como el non plus ultra de la administración. ¡Pardiez! ¡Qué patética obsesión! Repitan su nombre como beatas en novena, mientras desestiman cualquier virtud ajena a su conventículo de iluminados.
¡Ah, pero he aquí el drama que los tormenta, la bilis que les corroe las entrañas! No pueden, aunque les duela hasta los tuétanos, soportar la idea de que un exgobernador haya conquistado el favor de las gentes con más obra y menos palabrería. Se les indigesta la evidencia, pues el pueblo cartagenero, con su natural agudeza, reconoce en Dumek Turbay a un mandatario de temple y decisión. ¡Y cómo los carcome la rabia! Cada anuncio de obra es como un estacazo en su orgullo y los sume en ataques de cólera dignos de un mal actor de sainete.
Entonces, en su habitual desesperación, arremeten con su lengua viperina, hurgan, rebuscan, inventan y vuelven a inventar, creyendo que su griterío influye en algo más que su propio eco. Mas, ¡ay de ellos!, que no advierten que su tiempo pasó, que sus francachelas y tertulias en las tascas de moda fueron solo fuegos de artificio y que ya no hay cortesanos que les rían las gracias. No, sus días de alborozo se esfumaron y, cual fantasmas de un esplendor ya ajado, solo les queda el consuelo de su propia palabrería.
Y así os dejo, mariamulateros de mi desesperanza, con vuestro árbol carcomido y vuestras alas pesadas de nostalgia. No insistáis más, que las puertas del Palacio de la Aduana no se abrirán de nuevo para vosotros. Y, mientras termino estas líneas, os confieso que degusto unas crujientes crujientes acarameladas, tan dulces como vuestra amarga derrota.