17 May
17May

Por Rodrigo de Triana 


En Crespo, ese barrio de brisa cara y estirpe estrato medio que se sueña con aires de república independiente, los vecinos decidieron dejar de reírse… pero de amargura. Se cansaron, como es apenas natural, de las bufonadas de un personaje que, con solo mencionar su apodo, causa erupciones de fastidio y sonrojos colectivos. No por pena ajena —eso se perdió hace años— sino por la vergüenza de haberlo dejado reinar tanto tiempo en la comarca de la improvisación.

El susodicho, ducho en el arte de la recocha ordinaria y el perrateo sin pudor, ha convertido la dirigencia comunal en un circo de quinta categoría, donde no hay domadores ni leones, pero sí rifas, aguacatones, pulgueros y toda suerte de espectáculos de subsistencia que rayan en lo ridículo. Porque si algo sabe este señor —además de rebuscarse los cobres— es sabotear. Con la habilidad de un espía raso y la estrategia de un trilero callejero, se atrincheró en la Junta de Acción Comunal que se convirtió en fortín personal… mejor dicho, en kiosko de empanadas ideológicas.

Desde hace más de una década se atornilló a la silla de la presidencia, manipulando el libro de asociados como quien esconde el mazo en una partida de briscas. Inscribió a sus amigos, esos mismos que lo aplauden por cada dispar y lo reeligieron en cuanta payasada electoral organizando con cronómetro en mano. Con el respaldo de su padrino político —uno que cobra por cada favor y extorsiona a cuenta de amenazas disfrazadas de consejos— ha sido el vocero del odio, el pregonero de la calumnia y el sembrador oficial del desorden.

 Y como la mediocridad no descansa, mientras los problemas del barrio se apilaban como basura en temporada baja, él prefería montar ferias de baratijas y shows de autopromoción. Jamás se le vio gestionando ante el Distrito, ni tramitando soluciones reales. Porque eso sí, pedir sí, pero rendir cuentas jamás. Las autoridades, ya hartas de sus desplantes, lo miran con la distancia con la que se observa al loco del pueblo: ruido sin resultados. 

Pero hasta el aguante tiene fecha de vencimiento.

Los vecinos —los serios, los sensatos, los que se untan de calle sin llenarse de fango— se organizaron, se informaron y apelaron a la ley. Porque para sacar a un bufón no hace falta una rebelión, basta una asamblea bien hecha. Fundaron su propia Junta: la Junta de Acción Comunal de Crespo, Sector Aeropuerto, y la respaldaron con estatutos, firmas y, sobre todo, legitimidad. Le dieron forma legal a lo que el sentido común ya había dictado: que ese señor no los representa, no los defiende y no los merece. 

Hoy, quien se creía intocable, vive su ocaso entre berrinches y vómitos verbales en redes sociales. Rumia su fracaso, insulta desde la impotencia y acusa a todo aquel que no le rinda pleitesía. Pero la comunidad, esa misma que le dio cancha, ahora le da la espalda. Y lo hará también la ley, porque ya se oyen campanas de revocatoria. 

Aplausos para los vecinos que demostraron que sí se puede. Que no hay que resignarse al desorden con disfraz de liderazgo. Que un barrio no se gobierna con aguacates, ni con espectáculos, ni con injurias. Se gobierna con decencia, con gestión y con visión. 

Y mientras el bufón lame sus heridas y se mira en el espejo de su propia decadencia, en Crespo comienza una nueva etapa. Una en la que el aeropuerto no será solo punto de partida para los viajeros, sino símbolo del despegue de una comunidad que decidió dejar de vivir bajo el ruido del payaso que confundió la política con la pandereta.

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