Rodrigo de Triana
08 Nov
08Nov

Por Rodrigo de Triana


Verdaderamente resulta deplorable observar el ocaso moral de quien alguna vez fue recibido como adalid de la transparencia, como estandarte de la esperanza ciudadana. Cartagena, noble y paciente, le confió a William Dau el timón de su porvenir. Fue elegido por un pueblo cansado del desfalco, del cinismo administrativo y de la politiquería enfermiza; y sin embargo, aquel a quien se le concedió el mandato para curar la herida terminó convirtiéndose en la gangrena misma.

Desde un punto de vista jurídico, su procedimiento puede ser descrito como la encarnación de la irresponsabilidad pública: confundió la potestad administrativa con la vendetta personal. Transformó el principio de autoridad en una cruzada inquisitorial, donde él, sin prueba ni proceso, se erigía en juez, fiscal y verdugo. Olvidó que el Estado de Derecho no se rige por impulsos ni resentimientos, sino por normas, garantías y procedimientos. En su extravío, sustituyó el expediente por la sospecha, el fallo por la injuria y la verdad por su delirio personal de pureza.

Desde una óptica psiquiátrica, el caso es igualmente preocupante. Lo que comenzó como una legítima pulsión reformadora derivó en una obsesión patológica, en una fijación persecutoria que lo llevó a desbordar los límites de la racionalidad política. Su discurso se tornó errático, colérico, plagado de manías persecutorias y delirios de superioridad moral. Se creyó el Mesías de la anticorrupción, pero terminó siendo el bufón del desvarío ético. Cada retractación ordenada por los jueces —y ya son decenas— no fue para él un llamado a la cordura, sino una nueva oportunidad para reafirmar su distorsionada narrativa de victimismo y heroísmo autoproclamado.

Dau, en su laberinto mental, parece haber desarrollado una forma aguda de narcisismo político patológico: aquel trastorno donde el individuo confunde la crítica con la traición, el disenso con la conspiración, y su propia voz con la de la justicia divina. No gobierna, pontifica. No construye, destruye. No lidera, grita. La ciudad, mientras tanto, quedó a la deriva, con sus dineros inmóviles, sus obras paralizadas y su tejido social en ruinas.

Hoy, fuera del poder, sin la investidura que alguna vez lo contuvo, persiste en el mismo delirio. Injuria, calumnia, hostiga, como si el mandato popular aún le perteneciera, como si la cordura aún lo habitara. Cartagena no le debe ya nada, pero él parece seguirle debiendo una disculpa al decoro, a la prudencia ya la dignidad. 
En una sociedad civilizada, cuando la autoridad moral se extravía y el equilibrio psíquico se quiebra, no se castiga, se trata. Ya es hora de que la ciudad deje de ver este fenómeno con curiosidad morbosa y actúe con la sensatez que el derecho y la psiquiatría reclaman. A quien deshonró el voto ciudadano con su odio, ya quien confunde justicia con paranoia, no le corresponde ya el debate público, sino el tratamiento clínico.

Porque si algo ha demostrado el despreciable William Dau, es que el daño más grave que puede hacer un loco con poder no es a sus enemigos, sino a la ciudad que creyó en él.



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