15 Nov
15Nov

Por Carmelo Rodrigues Pozo


A veces, para narrar la tragedia, no se necesitan puñales ni pólvora: basta el ego, el feudo y la arrogancia revestida de dirigencia deportiva. Y así, mientras el país entero mira hacia diamantes ajenos buscando inspiración, en Colombia el softbol parece condenado a una fosa cavada no por sus adversarios, sino por quienes juraron defenderlo.

Porque si algo ha dejado claro la historia reciente es que no todos los verdugos llevan capucha; algunos llevan chalecos deportivos, micrófonos en congresos federativos y sobres cerrados donde se pactan convenios oscuros, esos acuerdos que huelen a combustible rancio de camioneta estatal mal parqueada.

Ahí aparece Edwin Díaz Pájaro, autoproclamado “salvador del deporte”, pero cuyas decisiones –más que líneas estratégicas– parecen epitafios anticipados. Su gestión no impulsa, no construye: asfixia. Al que no se arrodille, lo borra; al que levante la mano, lo silencian con la frialdad burocrática de quien cree que el softbol es su hacienda privada.

Y como si uno solo no bastara para hundir un deporte, en escena surge Luis Bohórquez, ese personaje camuflado entre montañas cundiboyacenses donde, según múltiples testimonios del ecosistema deportivo, aprendió el arte de las “pilatunas”: acuerdos en voz baja, alianzas de bolsillo y negociaciones que jamás pasan por un acta oficial. Su filosofía es simple: si no soy yo, no será nadie. Una sentencia digna no de un dirigente, sino de un feudal que ve el softbol como botín y no como deporte.

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