04 May
04May

Por: Rodrigo de Triana, abogado penalista y experto en derecho internacional


En los anales del derecho penal, pocas veces se ha visto una combinación tan peligrosa entre desviaciones de carácter y pretensiones políticas como la que encarna el concejal cartagenero Javier Julio Bejarano. Porque cuando la misoginia sistemática se conjuga con conductas reiteradas de acoso, lo que se configura no es solo una amenaza ética, sino un riesgo jurídico y social que Cartagena no puede permitirse normalizar.

Desde una lectura forense del comportamiento público y privado del concejal, se develan elementos que ameritarían más que una columna: una investigación penal profunda. Bejarano no es simplemente un político con posturas radicales; es el rostro de una doble moral que se camufla entre discursos progresistas mientras opera en las sombras de la trata de personas, el proxenetismo disfrazado y la instrumentalización de la mujer como objeto de presión y control.

La senadora Angélica Lozano, en uso de su investidura y en ejercicio de su deber ciudadano, denunció hace tiempo una verdad que Cartagena ya murmuraba en voz baja: la participación del concejal en negocios nocturnos —prostíbulos disfrazados de bares— ubicados en el corazón del Centro Histórico, sitios hoy en proceso de intervención por presuntas irregularidades y vínculos con redes de explotación. ¿Qué hace un funcionario público invirtiendo en centros de explotación sexual? ¿Dónde queda el principio de transparencia, el régimen de inhabilidades y sobre todo, la ética de lo público?

Y no es un hecho aislado. El senador Alex Flórez, ideológicamente afín a Bejarano, ya protagonizó escándalos similares, contribuyendo a esa narrativa infame que quiere reducir a Cartagena al triste título de destino turístico sexual. A esto se le llama turismo criminal, y está tipificado y combatido por convenciones internacionales como el Protocolo de Palermo, instrumento del cual Colombia es signataria.

En cuanto al acoso, testimonios de estudiantes y mujeres que lo conocieron en su etapa de docente describieron a un hombre obsesionado con controlar, humillar y someter. Sus publicaciones en redes, lejos de exorcizar sus demonios, los alimentan. Las víctimas no han olvidado, y la ciudad tampoco. En sus redes se repiten los comentarios de advertencia: “Sabemos quién eres. No olvidamos”. El artículo 210-A del Código Penal colombiano establece con claridad que el acoso sexual, cuando se reitera y se aprovecha de relaciones de poder o autoridad, es un delito sancionable con prisión. Y si bien aún no se han producido imputaciones formales, el cúmulo de denuncias veladas configuran una alarma jurídica que no puede ser ignorada.

Pero Bejarano quiere ser alcalde. Quiere mudarse al Palacio de la Aduana con el alma viciada por la venganza política, con una agenda basada en la obstrucción sistemática y no en el progreso. Su estrategia es clara: derechos de petición masiva, bodegas digitales financiadas con contratos OPS, y una red de portales y seudoperiodistas que sirven como aparatos de propaganda para atacar a quien no se somete a su voluntad. Esto no es libertad de expresión, es guerra jurídica, guerra sucia, lawfare, ejecutada con recursos públicos y con un evidente abuso de posición dominante.

El principio de idoneidad, establecido por la jurisprudencia del Consejo de Estado para los cargos de elección popular, se fundamenta en la ética, la probidad y el respeto a los derechos fundamentales. Javier Julio Bejarano no cumple ninguno. Es un actor tóxico para la democracia local y un ejemplo de cómo la política puede ser contaminada por las patologías del ego y la violencia de género.

Misógino, acosador y obsesionado con el poder, Bejarano representa todo lo que una sociedad democrática y justa debe combatir. Que quede claro: quien ve en las mujeres objetos de humillación no merece el honor de representarlas. Quien usa las OPS para vigilar a sus adversarios, no entiende la función pública. Quien opera prostíbulos mientras legisla en nombre del pueblo, viola todo principio republicano.
Siga intentando, concejal. Pero esta vez, lo estaré observando no con miedo ni silencio, sino con el Código Penal en una mano y la Constitución en la otra. Y si me provoca, hasta me como la salchipapa. Pero no me trago el cuento.



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