Por Thomas de Iriarte/Analista y escritor político
Hay personajes que la política nos arroja como el mar devuelve lo que no quiere: podrido, podrido y maloliente. Y así, entre el eco de su propia verborrea y el chirriar de sus torpezas, se pasea por los recintos sagrados del cabildo el señor Bejarano, ese pseudo concejal que cada día se revuelca más en el cieno de su propia ineptitud. No exagero si afirmo que sus discursos son un insulto a la lógica, y sus actos, una tragedia griega dirigida por un mono con espadín de papel.
A este personaje le aquejan dolencias no menores. Tiene la mente atrofiada por titulares mal leídos y el juicio marchito por el sol de su arrogancia. Confunde la gimnasia con la magnesia, y en su delirio cotidiano, llama corrupción a lo que no entiende y decencia a su descaro. Su cinismo no es postura: es naturaleza. Como quien nació sin filtro entre el pensamiento y la lengua, miente con la compostura de un niño que niega la galleta con las migas aún en la comisura.
No bastando con su ya insigne torpeza, ha sido objeto de reprimenda pública en el recinto del Concejo, donde sus compañeros –ya a punto de renunciar a la paciencia cristiana– le han jalado las orejas por conductas que rayan en lo clínico. Y mientras en el foro le dan sopapos verbales, en las afueras, un coro de líderes le canta sus verdades: misógino, acosador, facho disfrazado de progresista. El rechazo no fue tibio: fue definitivo, como quien cierra la puerta a un vendedor de humo tras descubrir el fraude.
Y qué decir de su miedo, ese temblor interno que lo acompleja ante un gobierno que, se lo digo con cortesía: usted no le da ni por los tobillos. Un gobierno que lo venció no solo en las urnas, sino en el afecto del pueblo, donde usted naufraga con la misma gracia con que un plomo cae al agua.
¡Oh juventud de Cartagena!, cómo explicarles que vuestra esperanza fue entregada a un enajenado de discurso roto y alma raída. Un incompetente que hace del ridículo su pasatiempo, del insulto su escudo, y del desprecio ajeno, su merecido pan de cada día.
Y mientras usted, concejal de cartón piedra, se hunde entre sus delirios, Cartagena lo mira con la resignación con que se mira al tonto del pueblo: con lástima... y con hartazgo.